De la muerte de Néstor Kirchner a la violencia reciente, el enfrentamiento entre las consecuencias de un modelo que se resiste a desaparecer y otro que se articula con más fuerza. Lo que falta hacer, los gestos de osadía y valor del Gobierno.
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Desbordantes y conmovedoras, las jornadas de finales de octubre fueron de profunda congoja y de reafirmación militante, de reflexión y de energía galvanizada alrededor de un proyecto de transformación y emancipación de la patria. Días que quedarán registrados en la memoria popular como uno de esos momentos únicos en los que algo se sella. En la despedida y en el homenaje, en el fervor y el compromiso de miles y miles, se grabaron la palabra y el gesto inaugurador de nuevos horizontes de justicia y dignidad de Néstor Kirchner. Es a partir de la comprensión de lo abierto en mayo del 2003 que, teniendo como fondo la manifestación con la que una parte sustancial del pueblo argentino convirtió el dolor por la muerte de un protagonista central de la historia reciente en apoyo a su compañera y a la continuidad del proyecto nacional que ella lidera, que no podemos dejar de decir nuestra palabra, ante los tiempos graves y cargados de posibilidades que se manifiestan en estos días, en los que la convicción de avanzar hacia un país más justo es amenazada por las fuerzas de la destitución y de la regresión conservadora.
Por un lado, la polifónica voz de las multitudes entrando en la escena a anunciar su decisión de tomar en sus manos la vida política argentina, y por el otro los disparos. En la ruta 86 de Formosa, junto a las vías del Roca en Barracas, en las ocupaciones de predios del sur porteño, disparos, y en las calles y plazas y centros de reunión, la afirmación vital y desenfadada de un país a la medida de los sueños de quienes lo habitan y la voluntad de sostener y llevar adelante un rumbo. Contrapunto áspero y extraño, pero no imprevisible, cuyo sonido puntúa la singularidad del tramo histórico y las exigencias que esa singularidad plantea. Doloroso y esperanzado, abierto a lo inesperado y sometido a desafíos arduos de sobrellevar, el complejo y sorprendente momento histórico que estamos viviendo es efecto, ante todo, de una larga trama de necesidades populares y luchas por resolver esas necesidades, y ni la etapa iniciada en 2003 ni su persistente profundización desde entonces pueden entenderse sin asociarlas estrechamente a la lucidez con que fueron reconocidas necesidades y luchas y a la audacia con que se les buscaron soluciones.
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No son tampoco ajenos a los modos en que fueron reconocidas las necesidades y se implementaron soluciones la marea de pasión política y toma de conciencia que anima a multitudes en el país. Incluida, entre aquello que cientos de miles de argentinos se comprometieron públicamente a defender, la hasta entonces inédita decisión de hacer del rechazo a la represión a protestas o reclamos políticos o sociales un principio básico e irrenunciable. Apuntando a horadar ese principio, el despliegue de brutalidad que se llevó las vidas de Mariano Ferreyra, Roberto López, Rosemary Chura Puña, Bernardo Salgueiro y Juan Castañeta Quispe da cuenta de la falta de reparos con que se lanzan a recuperar sus privilegios el viejo orden neoliberal y quienes fueron sus beneficiarios. No extinguido del todo sino todavía operante en las estructuras de la sociedad, e incluso incrustado en el Estado mismo, el orden neoliberal. La movilización popular insinúa que es necesaria otra matriz estatal, y cuestiona un orden que sigue suponiéndose inmutable, en la línea marcada por Néstor Kirchner al ordenar, en un acto de tajante cuestionamiento a ese orden, que se descolgara el retrato del dictador Videla. Si la tentativa destituyente de las patronales agromediáticas no logró concretar su objetivo a través del triunfo de 2009, y si la decisión de doblar la apuesta que eligieron como respuesta Néstor Kirchner y Cristina Fernández produjo una eclosión de la política y la participación popular que resultaban inimaginables hasta poco antes, la actual carencia de perspectiva electoral lleva a que la fuerza destituyente pase por la violencia, además de la inflación y del ininterrumpido trabajo de erosión del gran empresariado mediático.
Nunca dejó de estar el recurso de la violencia en el mapa de lo posible, pero esta nueva irrupción lleva a interrogarnos por las condiciones que le sirven de base, más allá de la evidente constatación de que existen vigorosos poderes fácticos: como ningún otro presidente antes en la Argentina, fue Cristina Fernández quien hizo notar que gobierno del Estado y poder real no son sinónimos. Cuanto más crece la brecha entre ambos, más conflictividad: tanto una oportunidad como un peligro, si no se toma nota de lo que está en juego en la situación ni se actúa en consecuencia.
No se entiende la opción por la muerte que hace la antipolítica si no se repara en que este es un momento de inflexión histórica: la existencia rumorosa de vastos sectores que ya no sólo acompañan sino que decidieron dar un paso adelante, es una realidad, marca un giro en el interior de lo que comenzó hace diez años. Profundamente instituyente, la movilización popular hace que el proyecto kirchnerista ya no sea el mismo: vivir una situación que resultaba inimaginable en 2003 reclama dejar atrás las condiciones que traban el proyecto o juegan en su contra. La persistencia de esas condiciones –lo que cruje y reacciona– aparece expresada en los hechos de Villa Soldati, Formosa o Barracas, pero también en otros tramos de una cadena de la que forman parte los desalojos de campesinos del Mocase en Santiago del Estero, el asesinato de jóvenes movilizados en Bariloche, las persecuciones a campesinos en otras provincias del norte como consecuencia de la “conquista del desierto de baja intensidad” que están provocando quienes bregan por profundizar un modelo de especialización sojera de carácter excluyente, tendiente a reincidir en una inserción subordinada de Argentina en el mundo globalizado, en las antípodas del proyecto de autonomía nacional y de liquidación de las relaciones económicas asimétricas inaugurado por Néstor Kirchner.
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Porque se hizo mucho, precisamente, es que sale a reclamar atención lo aún no hecho. Tan vasto es el deterioro que produjeron la dictadura y los gobiernos neoliberales, que ningún esfuerzo reparador puede completar la tarea. Lo que ha sido intocado en estos años, precisamente, es lo que aparece en juego en estos días. Caldo de cultivo para los asesinos y los destituyentes, para la xenofobia y el racismo, lo intocado, las limitaciones que no fueron traspasadas en la vertiginosa marcha del proyecto en curso, hace que allí brote la mayor conflictividad. En el magma de los asuntos pendientes: vivienda, sistema ferroviario, tercerización laboral, persistencia de administraciones comunales o provinciales estrechamente vinculadas a sectores del bloque de poder, autogobierno de las fuerzas de seguridad, formas de burocracia sindical incompatibles con cualquier proyecto democrático y popular. Y sumado a todos ellos la emergencia de fuerzas privadas, las del narcotráfico, que surge con su poder económico, implantación territorial, fuente de sicarios, como nervio inherente a la conservación de un orden hecho de vida popular fragmentada y sin futuro para los débiles. Como el narcotráfico, los disparos de barrabravas y matones, y la virulenta belicosidad de pobres contra pobres hablan de una vida popular gravemente dañada. La lógica de las bandas y las mafias que aparecen con la despolitización sugieren que el proceso de descomposición social iniciado hace décadas tiene una profundidad tal que las decisiones a tomar por cualquier gobierno son difíciles de dilucidarse.
Es mucho, es complejo y es arduo lo que queda por hacer cuando las tramas a deshacer están tan arraigadas, y cuando los intereses económicos del bloque de poder y sus efectos contra los intereses populares operan sobre las oportunidades que el propio modelo actual les abre. No es sólo tarea de un gobierno ni puede hacerse si sólo optan por la expectativa quienes respaldan a ese gobierno. Más aún porque subsiste un Estado estructurado para que sobre él pudiera cimentarse el orden neoliberal. Y si con Néstor Kirchner fue posible dar un golpe de volante en lo que hace a la conducción del Estado, lo que no es poco en relación a la situación precedente, la necesidad de profundizar el proyecto choca contra los límites de un Estado que no está preparado para las transformaciones, terreno de batalla y problema a resolver para los cambios que insinúa el horizonte. Tanto la perduración de estructuras anquilosadas en el Estado nacional y las provincias como la de viejas y arraigadas lógicas del trabajo estatal que subyacen en la cultura argentina exigen buscar formas de superación por quienes aspiran a un sostenido y original proceso de profundización de la democracia.
La decisión de crear un Ministerio de Seguridad y confiarlo a la conducción de Nilda Garré va en dirección de dar la cara a lo pendiente. No debería ser necesario aguardar que el conflicto estalle, como a menudo sucede, para mostrar una solución capaz de sorprender y ratificar el camino iniciado en 2003, pero así y todo este es un paso que, si se prolonga con la misma osadía y firmeza en otros, establecerá la mejor base para que no se diluya lo conquistado. No habrá de ocurrir si no se lo hace enfrentando a las ilusiones triunfalistas que ocultan lo irresuelto, diluyen la percepción de los conflictos y se apoltronan en los datos de las encuestas para flotar pasivamente, lejos de la apuesta al riesgo que permitió los logros que, en múltiples terrenos, obtuvo el kirchnerismo, incluida la aprobación popular. Si entre los más notorios de esos logros se cuenta la vigorosa recuperación de la política, al igual que en otros países de América latina y a contramano de lo que aparece como la norma imperante en Estados Unidos y Europa, será la continuidad de la política, y no la superación de la política a través de la ilusión de una gestión que pretenda representar a toda la sociedad, como si no hubiera intereses contrapuestos, lo que permitirá seguir avanzando. Por la situación económica y por la existencia de un acrecido respaldo popular, el presente es el mejor momento para las reformas estructurales que el pueblo movilizado y las muy concretas urgencias de la población demandan.
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En este sentido, cobra toda su dimensión la idea de distribución de la riqueza. Hablar, hoy y aquí, de distribución de la riqueza implica hablar no sólo de más inversión social –refutando argumentos tales como que “están los recursos pero se administran mal” y a quienes sostienen las tesis de restricción y ajuste del FMI–, sino también, e imprescindiblemente, de una reforma tributaria. Hay una insoslayable necesidad de mantener en vilo el paradigma igualitario que caracteriza a este momento social, un rumbo que también reclama contar con una nueva ley de entidades financieras, la reforma de la carta orgánica del Banco Central, la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas y políticas de fondo para afrontar la amenaza de la inflación, apuntando a los formadores de precios y a quienes concentran la oferta de productos y su comercialización, aun con las inevitables resistencias y las maniobras obstaculizadoras, hasta violentas, que esas medidas van a desatar. No se resuelve la redistribución sin conflicto, y a nada está tan ligado el conflicto social en ascenso como a lo redistributivo.
Es la desigualdad social una de las acuciantes cuestiones que puso sobre el tapete la Presidenta al enfatizar que “todavía falta”, lo que hierve en el trasfondo. Que haya pobres lanzados masivamente a ocupar predios en busca del techo que no tienen es una cuestión alarmante, cualquiera sea el origen de esa decisión. Aunque no deja de incidir en ello la incapacidad del actual gobierno porteño para cumplir sus promesas y la monolítica indiferencia ante el sufrimiento social que resulta de su ideología y de los intereses que defiende, no alcanzaría tanta dramaticidad el problema si la brecha entre quienes tienen más y quienes tienen menos no siguiera jugando un rol determinante, aun con las distintas medidas adoptadas para reducir la desocupación y aumentar la capacidad adquisitiva de los sectores con menores recursos. Sobre ese espeso y candente caldo de cultivo operan los destituyentes, hoy abocados a promover, a través de sus reclamos de orden contra los “miles de tiranuelos que perturban a los ciudadanos” y de sus gritos de alarma ante la “falta de autoridad”, a generar miedo y odio, fogoneando una conflictividad apolítica o antipolítica que anule o sofoque el enérgico renacimiento del compromiso político y el estallido de la potencia de la afectividad compartida en la búsqueda de un destino en común, animados por la conciencia de que, como nunca en décadas, están puestas en juego dos alternativas de país, radicalmente excluyentes la una de la otra.
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Desde esa perspectiva, hay que seguir emancipando la historia nacional de las partes más corroídas que abriga en su seno, que, por ejemplo, hacen que la explotación de la naturaleza sea lindante con el saqueo, los negocios privados y la puesta en peligro del patrimonio natural común. Los pueblos originarios nos alertan sobre este riesgo que se cierne sobre toda la humanidad. No es sólo contra ellos que la injusticia y la fiereza de la Campaña del Desierto parecerían aún estar presentes. Es necesario entonces procurar un nuevo modo de justicia territorial, tejida con nuevas economías y reconocimientos comunitarios. Y si la represión es incompatible con las políticas del gobierno nacional, también lo es la expoliación, cuya persistencia implica, para la propia historia común, la amenaza de una fuerza paralizante, al servicio de pequeños núcleos concentrados de dominación. Contra esas y otras amenazas es que un generoso espíritu recorre el país apuntando a celebrar la tarea en común y será, seguramente, el que fortalezca y amplíe las realizaciones ya prácticas en materia de derechos humanos, justicia social, democratización de la comunicación y reafirmación del latinoamericanismo de los pueblos, en la senda de las más vigorosas medidas que caracterizan a este gobierno.
Hay una dimensión ética, por encima de cualquier consideración de oportunidad o conveniencia, en ese espíritu, y es impensable, sin ella, cualquier intento de transformación del Estado, fundamental para impedir una reversión hacia el pasado. No se trata de ser ingenuos o de cultivar un moralismo abstracto, ni de ignorar que existen correlaciones de fuerzas y debilidades propias, sino de apostar a despegarse de la comodidad de lo que se da por sentado. La policía que reprime y dispara no sólo cumple órdenes de los Estados provinciales y las jefaturas incapaces de sensibilizarse ante cuestiones históricas y sociales de primera importancia o ante la evidencia de que son necesidades primordiales las que llevan a agruparse para ocupar un terreno largamente adeudado. Escuchan estos sectores inmovilistas voces muy antiguas, textos muy conocidos, que siguen orientando desde las penumbras de la historia estos capítulos postreros de la Campaña del Desierto y de las patrullas de la Semana Trágica, con el modelo de soluciones drásticas para pueblos considerados inferiores o para extranjeros estigmatizados como una infección extirpable. Grandes nombres de nuestra historia y nuestra literatura, en una perspectiva progresista incluso, hablaron del mestizaje como un mal o de la incapacidad constitutiva de los pueblos indígenas para formar parte de la vida nacional, con parecida seguridad a la que ostenta Mauricio Macri al establecer las razones de la represión a sangre y fuego en la existencia de una inmigración incontrolada desde los países limítrofes. Emulo de la peste xenófoba que, como respuesta por derecha a la crisis, azota a Estados Unidos y Europa, Macri elige una dirección frontalmente contraria a los vientos de integración y hermandad sin fronteras, y con plena inclusión de las diversidades, que animan en este tiempo a América latina.
La formación histórica de la Argentina como nación registra un estilo que hay que superar. El del progresismo en su momento más vacuo, que en sus distintas vertientes políticas, científicas y militares, y en sus acepciones conservadoras y de izquierda, no supo comprender las más sensibles necesidades de un conocimiento sobre los flujos de la historia, la pluralidad de las formas civilizatorias y la existencia de derechos culturales preexistentes de los pueblos arrasados por la expansión de las fronteras agrarias del capitalismo, que hoy vuelven a mostrar su voracidad rapiñadora. Sin que esto sea sorprendente en los emisarios intelectuales y voceros armados de esa expansión que se pintaba con tintes épicos, fue muchas veces compartido por representantes de los pensamientos progresistas y por quienes están ligados a los movimientos de raigambre y vocación popular. Urge construir ahora un horizonte político del presente donde no se admita la reiteración del veredicto de inferioridad de pueblos que tienen otra concepción de la naturaleza, el conocimiento y la vida en general. Se hacen presentes, bajo la condena al mestizaje y la “defensa” ante el diferente “que viene a quitar espacio”, todos los fantasmas del exterminio. Fantasmas que subyacen entretejidos en los vasos capilares de vastas capas de la sociedad, incluso las más pobres, para emerger como pus cuando los intereses de un grupo político o la avidez perversa de los principales medios los convoca. Son los que olvidan que el lenguaje argentino abreva también en aquellos que, sometidos, introdujeron sus sonidos y las formas de sostener, frente a la opresión y la infamia, sus formas de concebir la naturaleza y las vicisitudes del tiempo.
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Si de ningún modo es la agenda del “orden” la que este gobierno acepta, tan explícitamente como sostiene el principio de que la vida está antes que la defensa de los bienes materiales y aleja a Argentina de cualquier club de países xenófobos, el sostén de tales políticas reclama advertir que no caben en nuestro tiempo los despojos de tierras a los campesinos, las muertes, la represión a los reclamos, la desprotección a las víctimas, las desigualdades ante la ley o ante la aplicación de la ley, por parte de la policía o de la Justicia. No puede tampoco haber tabiques conceptuales entre las culturas de las poblaciones aborígenes, criollas, inmigratorias antiguas y nuevas. Las luchas por la igualdad, la fraternidad y la libertad, en el plano ahora cultural y de los derechos, hacen a la característica de este tiempo. No es admisible que un disparo policial, surgido de marañas políticas insensibles y cómplices, tienda a desbaratar este rumbo latinoamericano y la decisión no represiva del Estado nacional. ¡Qué contraste cobra este burdo comportamiento de los núcleos políticos que defienden los grandes negocios, amparados en la máscara de federalismo que enmascara lo feudal, con las pronunciaciones y los acentos que dejan oír los representantes de los pueblos originarios! Hay allí un mensaje refundador de las formas más vitales del poderoso mensaje histórico que contiene la idea de federalismo, siempre en riesgo de convertirse en legitimación de una democracia menguada y una economía excluyente.
Transformaciones, las que se necesitan, que están reclamando una forma política capaz de abarcar una coalición nueva de ideas, estilos y actitudes. No se trata de repetir alguna de las experiencias que se ampararon en la denominación “frente”, con fortuna o sin ella, sino de reconocer en la activa e inquieta coexistencia de lo diverso y heterogéneo uno de los componentes más promisorios del movimiento popular que hoy se identifica con los cambios que la Argentina viene viviendo a partir del gobierno de Néstor Kirchner. Capaz de resaltar tanto la diversidad como lo que tienen en común quienes integran esa diversidad, la construcción frentista permite dar nombre y lenguaje a lo que en la experiencia kirchnerista viene de largas y arraigadas tradiciones y a quienes se encontraron expresados en esa experiencia, provenientes de vertientes muy diversas de la cultura política argentina, así como a los miles que en los últimos años abrieron por primera vez los ojos a la política y le dan un aire renovado. Decir que estamos ante un nuevo tiempo es decir que, aunque no deja de reconocer antecedentes, este es un tiempo que trae consigo componentes inéditos, como parte de una historia que jamás se repite, y plantea desafíos para los que no existen respuestas sino necesidad de buscarlas. Todo nuevo tiempo reclama palabras capaces de nombrar lo que hasta entonces no existía, y “frentismo” es la posibilidad de que encuentren un concreto lugar político esas palabras, tanto como los vocabularios y los estilos de los jóvenes que han encontrado en la política un mundo en que reconocerse y una pasión, con la consiguiente puesta en cuestión de los más notorios modos en que fue entendida la participación política en las últimas décadas, en la Argentina.
Esa necesaria diversidad requiere un tipo de práctica política que se aleje a pasos acelerados de las viejas mañas de hacer de cuenta que se respeta la opinión de todos pero se primerea con la propia para imponérsela al resto. Este es el momento de definir la práctica política necesaria para que encuentren lugar quienes no lo encuentran en las estructuras existentes y para asegurar los avances: hay una singularidad propicia en la vida política argentina de estos días, que ha salido a la luz como una evidencia jubilosa, y la movilización popular de fines de octubre reafirma allí un rumbo consistente. Muertes de muy diversa índole, inequiparables, coinciden en colocar ante una encrucijada a los miles que se identifican con la novedosa etapa política que estamos viviendo y apuestan a su extensión, única posibilidad de preservar lo logrado. El drama de los arrojados al margen sólo podrá ser atendido, reparado y juzgado de modo adecuado si emancipamos la historia nacional de sus engarces más oprobiosos. Emancipar la historia nacional, puesto que este es el momento de hacerlo, implica nuevas construcciones políticas y la sensibilidad renovada de democratizar la sociedad argentina junto a la comprensión misma de su compleja historia formativa. Otros cortes con un pasado de injusticia se han realizado. El más nítido, sin dudas, respecto de la trama de complicidades con el terrorismo de Estado. También, las reversiones de privatizaciones expropiatorias de los años noventa. Son actos de emancipación nacional. Otros nos esperan y nos exigen. El agrietamiento y descascaramiento de la capa de indiferencia y desinterés político que aletargaba la potencia instituyente de las mayorías nos dice que este es el tiempo para llevarlos a cabo.
Fuente: Página 12/ 19 de diciembre de 2010